El aprendizaje del paladar
De niño, fui muy complicado para comer. Era usuario frecuente de las largas sentadas a la mesa, con larga mirada de mi madre, para que terminara “todo lo que hay en el plato”. Y no era que no me comiera las zanahorias o el hígado o cualquier otro típico bocado odiado por muchos mocosos, era que no comía nada. Arroz, papas fritas y pollo, lo demás estaba en mi lista negra. No recuerdo exactamente qué era lo que odiaba tanto, pero podía sentarme por horas, alimentado solo de mi necedad, con tal de no comer la carne que tenía un jugo raro, o la mantequilla que tenía un saborcito diferente al conocido. De hecho, sí me gustaba el hígado, inconsecuencias de la infancia. Rendida, finalmente, mi madre me mandaba a mi cuarto, mal comido y botaba lo que quedara en el plato.
Aprender a (de)gustar
Los argumentos para convencer al niño Martín de que se acabara todo fueron variados, pero los que más recuerdo son dos en particular. El clásico “piensa en todos los niños que no tienen qué comer”. No sé si es mucho que pedir a los ocho que se piense en el otro, pero no funcionó. Más tarde, ya de adolescente y todavía con gustos alimenticios complicados, fue mi padre el que intentó un argumento más elaborado: “te falta educar tu paladar”. No recuerdo si era sobre algún queso francés o palta, pero el punto es que mi error era no ser suficientemente culto palatalmente hablando.
Mi necedad pudo más en los siguientes años. No eduqué nada y, aunque había incorporado a mi lista de comestibles algunos platos típicos y comúnmente encontrados en cualquier cafetería universitaria, mi alimentación seguía tendiendo hacia lo mismo. De hecho si alguien me preguntaba por mi plato favorito, solía decir algún postre. No recuerdo en qué momento fue que realmente superé prejuicios de sabores o si verdaderamente me eduqué, pero ahora como todo. Si salgo de casa a comer, busco siempre el plato diferente, lo desconocido, como si quisiera ponerme al día de todo lo no comido en años.
Experimentar y aprender
Sí, aprendí a comer ensalada, fruta, queso y un largo etcétera. Al inicio lo hacía porque quería comer mejor, asumía que no había nada que disfrutar de una lechuga, la comía porque me daba igual el saber y supuestamente era bueno para mí. Pero con el tiempo, encontré un disfrute. El cranch que los tallos más gordos y jugosos de una lechuga le suman a la suavidad salada de una hamburguesa tuvo sentido. Ese mismo cranch que poco después buscaba en una ensalada y que era acompañado tan bien por un chorro de limón.
Así que llegué a una conclusión: efectivamente se puede “educar el paladar”. No sé si educar es el término más afortunado, pero creo que sí se puede aprender que algo te guste. O esa fue mi teoría y decidí probarla con uno de los más grandes enemigos que mi paladar tuvo, el café. Puede tener que ver con que cuando tenía cinco años a mi madre se le derramó la cafetera en mis piernas y me quemé. Nada grave, un accidente, pero un susto al fin. Nunca, ni el café con menos café de Starbucks, ni el más gourmet, ni el más dulce, jamás le encontré la gracia.
En la universidad, para no dormir, tomaba Coca-Cola, no necesitaba más. Pero en la búsqueda de disminuir las cochinadas de mi alimentación y la necesidad de mantenerme despierto mientras trabajaba (los avatares del consultor), decidí que había suficiente motivación como para probar algo nuevo.
La estética del sabor
Tuve que comenzar disfrazando el sabor: café, mucha leche y Milo. No me siento orgulloso, pero funcionaba. Entendí que el amargo y ácido era lo que me alejaban del café. Fui modulando eso, y después de probar varias preparaciones diferentes, comencé a encontrar el gusto. A veces es esa primera impresión la que te aleja de comer algo. Una primera impresión que en el caso del sabor, se repite con el primer sorbo o bocado. Pero entender que después de ese primer acercamiento puede haber una experiencia más que no conocemos o de la que nos estamos perdiendo, sirve para intentar nuevamente, para encontrar el gusto.
No es que tenga una receta para aprender a disfrutar el gusto de algo. Solo recomendaría tener una disposición abierta (hay que dejarse impresionar) y solo un poco de paciencia (toma algunos intentos). Esto me dio qué pensar: asumimos que el gusto es inmediato, que si probamos algo sabremos en ese momento si nos gusta. No recuerdo cómo fue mi primer bocado de arroz o de papas fritas, pero probablemente la simpleza o el hecho de que haya sido una experiencia positiva en general, hizo que tenga mayor disposición de niño. Ya de adulto, puedo ponerme en una situación de prueba más fácilmente.
Ahora amo el café y todo lo que tiene que ver con el grano, desde la cosecha hasta la preparación. Es cierto que el café tiene un gran valor agregado, te hace sentir bien. Sin duda es por ello que la curva de aprendizaje es más sencilla que con otros sabores que no nos gustan. Por eso he decidido experimentar con algo nuevo: las aceitunas. Las odio, especialmente las más oscuras. Ya encontré mi entrada, he descubierto que las aceitunas en la pizza, cocidas, son pasables. Pero ya les contaré si logré repetir mis resultados en el aprendizaje. Lo que me queda decir, es que efectivamente, se puede aprender a que algo nuevo te guste, solo hay que buscarle la experiencia estética a cada sabor.