“There is no longer a single idea explaining everything, but an infinite number of essences giving a meaning to an infinite number of objects. The world comes to a stop, but also lights up.”
(Albert Camus, El Mito de Sísifo y otros ensayos)
Mirarse al espejo
Seguía esperando el fin de mes para poder pagar la tarjeta de crédito, resolver sus cuentas, ahorrar y tal vez, darse un gusto. Hace tiempo quería viajar, pero lo encontraba todo muy caro. Hace tiempo se había propuesto aprender francés, pero no encontraba el tiempo. El tiempo era normalmente el lugar más recurrido por ella para no hacer lo que quería sin sentirse tan culpable.
Pero en el fondo sabía que hacía lo que hacía para esperar ese fin de mes. Quería estar sola cuando no estaba en el trabajo, porque ella misma no se soportaba cuando estaba cerca de de su novio o de sus amigos. Se encontraba aburrida hasta cuando hacía cosas que siempre le habían gustado. Reconoció una mañana que estaba triste cuando, enferma de una gripe terrible, se sintió culpablemente aliviada de poder quedarse en casa.
Lo bello de la pena de subir una piedra hasta la eternidad
No solo era una buena jefa en el trabajo, querida por su equipo y respetada por toda la oficina. Ella sacaba adelante los proyectos y negociaciones que mantenían a los clientes siempre volviendo. Era el mecanismo incansable; Sísifo en la montaña, arrastrando incansablemente su piedra, en ciclos infinitos.
Además enseñaba en la universidad algunas noches de la semana. Un tiempo bonito, rodeada de jóvenes que querían escucharla. Siempre un poco culpable también, porque no lograba hacer sus clases como quería. Siempre pensando que algo más faltaba, que podía haber leído más o escrito mejores comentarios en los exámenes.
Incluso a veces también daba charlas, principalmente sobre cómo lograr éxito empresarial, cómo liderar e innovar, o muchas de esas palabras que ahora venden y se compran y que ella, subida a la corriente de las modas, aprovechaba para hacer más negocios. En el fondo, le gustaba también que la escuchen, hablar con gente diferente y nueva. De paso, que le paguen por eso.
Lo triste de verse por adentro
En su casa, una mañana de domingo, con trabajo a cuestas y los hombros adoloridos, supo que el lunes iba a estar enferma. Lo olvidó por las siguientes 24 horas. La tarde, como cada domingo, estuvo llena de nada, densa de olvido, ligera de tiempo. Vio el reloj y ya era de noche, y otra vez su piedra rodó cuesta abajo y otra vez a volver a comenzar la cuesta hasta la punta del éxito y otra vez el domingo de nuevo con sus minutos eternos y sus horas cortas que no alcanzan para terminar de subir las notas de los chicos ni mandar los correos para la reunión de mañana.
Pero el lunes amaneció despierta y con sabor a sangre en la garganta… pegada al techo con los ojos. La cara caliente y los pies helados, se miró en el espejo y se sintió bien de estar mal y poder dejar su piedra a un lado para disfrutar la falda de la montaña. Hizo dos llamadas, fue a ver un doctor y regresó a su cama.
Lo triste de saberse triste
Se supo triste después de la siesta. Triste de no saber qué hacer sin su piedra ni su cuesta arriba. Triste porque ahora que había parado un rato, no sabía qué hacer con ella misma. La enfermedad era la excusa perfecta, pero no sabía para qué. Lo único que hizo ese par de días en casa fue no estar en sus trabajos. Pero esas horas de domingo en la tarde siguieron en su pecho, porque la piedra seguía ahí al lado, esperándola para cuando estuviera bien.
Se supo triste entonces, porque esos dos días que estuvo enferma, no le quedó otra que mirarse la cara por dentro, como quien observa una máscara. Y en esos contornos interiores de ella misma, encontró a una extraña. No porque fuera ya mayor, sus treintas habían sido una bendición. No porque no estuviera orgullosa de sus logros. Se supo triste porque en el espacio que dejaba de ser para otros, no sabía ser para ella. Se supo triste porque, enferma, no se conocía; y sin su piedra, no sabía qué hacer de sus manos. La espalda adolorida, solo sabía subir sus hombros, como si el cuerpo extrañara el peso de su vida en automático, de su vida para complacer todo lo que se espera de ella.
Lo bueno de ponerse triste
El miércoles volvió a hacer dos llamadas y a ver a un médico. Y así estuvo casi diez días. Recibió flores y llamadas de preocupación. El día que regresó a la oficina la esperaban con abrazos y un almuerzo especial. Cómo no sentirse querida y especial. Su piedra estuvo más pesada que nunca esa semana. Así la siguiente se sintió más familiar y al poco tiempo ya la cuesta arriba estaba marcada por huellas que parecían escalones de lo profundo que marcaban el monte. Y sus pies, moldes de esas huellas.
Pero ahora habían días en donde se miraba las manos y encontraba su pena. Días en donde se extrañaba y volvía a mirar el fondo de su máscara. Así, de a pocos, se fue encontrando, en los bordes de su cara, en los callos de sus manos. Así se enfermó de nuevo un par de veces. Así, con su pena de cerca, fue conociéndose de nuevo, encontrando la belleza de la falda de su montaña, encontrándole un lugar a su piedra, que días y noches seguía dedicándose a subir, pero que ahora en sus ojos existía más que una cumbre y un camino hecho de huellas repetidas.